Funcionarios, políticos, empresarios y sociedad civil están atrapados por la singular noción de la opinión publicada. Bajo los rieles del diverso mundo de los comentarios, transitamos en una loca carrera estructurada alrededor de lo que otros opinan sobre nosotros. Y así, con enfermizo temor por las tendencias organizadas en redes sociales, cae torpemente una amplísima red de ciudadanos, enamorados de la buena reputación, aunque el costo sea elevado. En el terreno de los hechos, es una inversión reputacional que calcina los bolsillos del erario debido al afán de sus detentadores por estar fríos con los medios.
En el fondo es una lógica malsana: poco importa el efectivo desempeño porque al final de la jornada los ecos de eficiencia, están íntimamente asociados al presupuesto de relaciones públicas del ministro, director, presidente del consejo y aspirante a un puesto público. Resulta una jornada tediosa que afecta cualquier alma noble, sometida desde tempranas horas del día a visitas y reiteradas llamadas telefónicas para que su programa radial, televisivo, columna de opinión y plataforma, sea agraciada en la lotería publicitaria. Allí, no existen espacios para que el rating paute el anuncio sino la camaradería de antaño y urgencias económicas del comunicador, a la espera de una compensación vía el presupuesto nacional.
Sin darnos cuenta, somos parte de la industria de la opinión. Presumo la fecha de origen y, a la vez, el rostro político que decidió hacer de la fauna periodística un perfecto rehén de las arcas nacionales. Muchos pasaron de redactores, articulistas y ejecutivos periodísticos a tutumpotes de la opinión. Desgraciadamente, desde hace más de dos décadas, las plumas cercanas al poder se transformaron en personajes opulentos.
Lo grave es que pierde la sociedad. Innegablemente, es un retrato del tiempo y de ausencia de contenido, dándole carácter de ruta exitosa a las formas. Ahora bien, el sentido de molde social y arquitectura de valores esenciales, ha sido relegado a planos sin importancia sobre el falso criterio de que hacerlo bien está mal. Y es ahí que se establecen las bases del descalabro. Por eso, la vuelta al alegato riguroso, sentido de compromiso social y restauración de la decencia como regla de convivencia cívica, podrá ser resistida en principio pero terminará siendo la pieza de salvación del modelo institucional.
Aunque no nos estamos dando cuenta, esta rendición de importantes segmentos de la nación a la industria de la opinión resulta altamente peligroso para la salud democrática. Sin que se exprese abiertamente, se instala mucho temor y vacilación ante un esquema lejano de la verdad y con enorme potencialidad de dañar. ¡Pongámosle fin!
Guido Gómez Mazara.